Nuestra comprensión de la naturaleza y el medio ambiente ha cambiado mucho desde que la Segunda Revolución Industrial (1870-1914) internacionalizara la economía y consolidara el gran capitalismo, asentando las bases de nuestro actual paradigma económico. Por entonces dominaba la idea de la naturaleza como fuerza capaz de autorregeneración, una fuerza a batir y dominar gracias a los adelantos tecnológicos que lograrían para la humanidad el progreso moral, social y cultural.

 

Más de un siglo después, sabemos con la certeza que proporcionan los datos y la perspectiva del tiempo que la naturaleza está lejos de ser aquello que creíamos, y de poseer las facultades que le atribuíamos en nuestro afán de crecimiento desmedido. Hoy sabemos que la naturaleza tiene una capacidad de regeneración limitada, y que, llegado a cierto punto, el impacto de nuestras actividades económicas sobre el planeta podría ser irreversible.

 

Sin embargo, seguimos produciendo bajo el mismo paradigma económico que generó el problema; seguimos fabricando y consumiendo bajo el mismo modelo lineal de antaño. Nuestra comprensión de la naturaleza y el medio ambiente ha cambiado mucho desde aquella Segunda Revolución Industrial. Nuestra economía, no tanto.

 

No tanto, muy poco, apenas, o puede que, en esencia, no haya cambiado nada. Seguimos produciendo bajo el mismo sistema lineal creado en el siglo XIX, con ese diseño que el arquitecto estadounidense William McDonough y el químico alemán Michael Braungart denominaron cradle-to-grave (“de la cuna a la tumba”): extraer, producir, consumir y desechar.

 

En la economía lineal, nuestra economía, la mayor parte de la materia desechada se convierte en basura para no volver a ser utilizada nunca más. Los materiales empleados en la fabricación están pensados para satisfacer una única utilidad, conduciendo a un modus operandi global cuya problemática puede resumirse en esta sencilla evidencia: la velocidad de consumo de los recursos naturales es mayor a su velocidad de regeneración.

 

Siendo la formulación del problema tan sencilla y lógica, no debería costarnos entenderlo. Sin embargo, el diseño lineal sigue imponiéndose todavía hoy, cuando sus consecuencias negativas y globales son de sobra conocidas: sobreexplotación y sobreconsumo de recursos naturales; el incremento de los precios de las materias primas como consecuencia de su agotamiento; el aumento de los residuos sólidos, la emisión de gases y el efecto invernadero; la promoción de un modelo de vida basado en el lema «usar y tirar»; y la desigualdad en el desarrollo y los conflictos por el control de los recursos.

 

Pero como nos recuerdan las palabras de William Nordhaus, Premio Nobel de Economía 2018: “los mercados no resuelven automáticamente los problemas que generan”. La transformación del modelo productivo y de consumo dominante lleva siendo manifiestamente necesaria desde hace décadas. Hoy es urgente, y podría obrarse, con el impulso de unos pocos muchos, y el esfuerzo de todos, desde la economía circular.

La circularidad

La economía circular rompe con el concepto “fin de vida útil” y la dinámica “extraer, producir, consumir y desechar” del modelo económico lineal, creando ciclos de producción cerrados (circulares) con la finalidad de convertir todos los residuos en recursos. La circularidad no limita la producción. La circularidad no limita el crecimiento. Pero sí sustituye la extracción por la reparación de lo que ya fue extraído en su día; el consumo por el uso; y el desecho por la reutilización.

 

La economía circular implica indudables beneficios materiales para empresas y consumidores, como el ahorro sustancial en compras de material, la mejora de la seguridad en los suministros, la reducción de los riesgos de precios y de las externalidades, la apuesta por la durabilidad de productos y servicios, el impulso de la innovación y el hallazgo de nuevas formas de monetización.

 

Pero también impacta de forma positiva en la forma de entender los principales principios éticos reguladores de la economía. La libertad de empresa, la acumulación de bienes, y las formas de consumo quedan supeditados al bienestar de otros, y no solo al beneficio propio; quedan ligados al bien común.

 

Las estrategias europeas y nacionales, como el Pacto Verde Europeo o España Circular 2030, y los planes de acción derivados de los mismos nos ofrecerán un marco de inestimable ayuda para estimular la circularidad, pero una verdadera transformación, a todos los niveles, solo puede obrarse a través de un cambio en la conciencia social, no solo de las empresas, sino también, sobre todo, de los consumidores. El instrumento más efectivo para poseer las herramientas adecuadas y la capacidad crítica necesaria para lograr ese cambio sigue siendo la educación. Una educación en otra economía es posible.

 

Dr. Fernando Bonete Vizcaíno

Profesor de la Universidad CEU San Pablo y director del Título de Experto en Economía Circular y Desarrollo Sostenible (Expansión)

 

 

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